viernes, 2 de septiembre de 2011

Ciencia básica y aplicada: ¿Cuál es la progresista? ¿Cuál la conservadora?

El artículo de opinión firmado en EL PAIS del miércoles 24 de agosto por los profesores Carlos Martínez Alonso y Javier López Facal pone de nuevo sobre el tapete un debate antiguo e inconcluso. Un debate en el que, a mi modo de ver y según las épocas, las posiciones conservadoras o progresistas en torno a la naturaleza de la actividad investigadora pueden fluctuar tanto como para tornarse irreconocibles. El encendido elogio de la ciencia básica, progresista en este momento a los ojos de los autores mencionados, se opone a un supuesto modelo conservador en el que la aplicabilidad arrincona los buenos valores de equidad, transparencia o capacidad crítica intrínsecos a la investigación fundamental en beneficio del mercado. Esta línea de pensamiento viene repitiéndose en los últimos años en distintos foros desde los que investigadores principalmente básicos tratan de contrarrestar la “única” política pública que penaliza un tipo de investigación sin aplicabilidad evidente o inmediata para primar la investigación aplicada. Cierto es que si esa política es en efecto única y de dichas características, está llamada a empobrecer el acerbo cultural y el progreso de la humanidad. Pero ese escenario no debe hacernos olvidar que existe otro peligroso extremo, históricamente prevaleciente en nuestro medio, en el que la tradición ha pesado tanto como para apoyar incondicional y sesgadamente a unos pocos grupos en ocasiones anclados perezosamente a una ciencia fundamental mediocre, siguiendo una dinámica que tampoco parece inteligente, justa o progresista. Llegado este momento me parece conveniente refrescar la memoria en este sentido.

La investigación denominada “aplicada” con frecuencia se produce en la industria y de forma característica se traduce en patentes, que de ser explotadas pueden redundar en un beneficio para la población a corto plazo. En principio, no parece que haya nada malo en dicha aplicabilidad: ¿Quién no desea que sea su hijo antes que su bisnieto el primero en poder mejorar su calidad de vida beneficiándose, por ejemplo, de los efectos de un nuevo medicamento? Diversos estudios e informes sobre la actividad investigadora reciente en nuestro país han puesto de manifiesto un incremento notable de las publicaciones científicas en campos como la Biotecnología que sin embargo no se ha acompañado de un impulso proporcional en el número de patentes, lo que tiende a mostrar que la aplicabilidad inmediata de nuestros esfuerzos es aún escasa y así parece que lo progresista consistiría precisamente en incrementarla para mejorar nuestro Estado de Bienestar, al menos (aunque no exclusivamente) en el corto plazo. Pero hay fuertes obstáculos para avanzar en esta dirección. Por una parte, la investigación industrial privada en campos como el farmacéutico (uno de los sectores productivos más innovadores) goza en general de muy mala prensa, sin que se hayan podido o sabido discutir ni contrarrestar los deletéreos efectos de relatos, películas o novelas como “El jardinero fiel” de un genial Le Carré. Me atrevo a pronosticar algo semejante tras el estreno de “El origen del planeta de los simios”. Muy a menudo, tampoco los investigadores que trabajan en compañías privadas son lo suficientemente bien valorados ni por la población en general ni, lo que es más grave, por el establishment científico oficial, autoproclamado en ocasiones guardián de los valores de la Ciencia Pura. El viernes 26 de agosto, también en EL PAIS, se hacía notar la poca movilidad existente en el mercado laboral español entre la empresa privada y la administración pública, y esto puede llegar a la parálisis cuando hablamos de investigación: así, como evaluador y como evaluado, puedo atestiguar en primera persona que la universidad y las agencias públicas de evaluación de la investigación tienden a menospreciar la investigación industrial aplicada en el currículo de aquéllos que pretenden colaborar con la academia, en detrimento de trayectorias clásicas de perfil básico más ajustadas a la tradición. Como resultado de lo anterior, el intercambio de conocimientos y tecnología entre el mundo de la industria y el mundo académico y científico oficial está a menudo seria e injustificadamente limitado, con el consiguiente empobrecimiento para todos. Justo es reconocer que este problema excede a nuestras fronteras como ha puesto de manifiesto la propia Unión Europea identificando las dificultades en la incorporación de profesionales de la industria a la docencia universitaria como una traba importante para el desarrollo de medicamentos innovadores. Pero aún sin ser un fenómeno exclusivo de nuestro país, el divorcio cobra aquí singular importancia dada la raquítica contribución de nuestras empresas a la actividad investigadora global, lo que tiende a conducir a la extinción del investigador aplicado en ausencia de un nicho ecológico propio, público o privado.

Otro punto que querría destacar es que la investigación fundamental no es intrínsecamente buena y deseable en todos los casos, ni mucho menos. Les propongo un ejercicio: visiten Vds. la página web de los premios Ig Nobel (http://improbable.com/ig/) y lean por favor los títulos de artículos de investigación (mayoritariamente básica) que allí se recogen; ahora, escojan uno de ellos que les haya hecho mucha gracia, y supongan que ha sido subvencionado a fondo perdido por un estado cuyos ciudadanos sufren carencias en relación con la asistencia sanitaria o los subsidios de desempleo, pongamos por caso. ¿Les sigue haciendo gracia la situación? Pues créanme que puede que sea real. En una magnífica conferencia pronunciada por Manuel Toharia en la Residencia de Estudiantes hace algunos años a la que tuve el placer de asistir, el orador expuso con su habitual brillantez tres fuentes de las que nunca debe beber la Ciencia de forma exclusiva en su búsqueda de la verdad: La Autoridad (lo que dicen los autores prestigiosos es automáticamente reconocido como verdad), la Tradición (lo que siempre se ha dicho se asume que es verdad) y la Revelación (ya que la verdad revelada es artículo de fe, y objeto por tanto de la Religión). Pues bien, me atrevo a afirmar que en nuestro mundo real, y especialmente en algunas áreas de conocimiento, la Autoridad y la Tradición han funcionado como poderosos imanes capaces de acumular los recursos públicos en torno a grupos básicos muy determinados, sin que la calidad ni la proyección potencial de sus propuestas fuese siempre objetivamente superior a las de otros grupos, y sin que la productividad científica de los privilegiados haya justificado en muchas ocasiones la continuidad de la financiación. Más que Escuelas, esos grupos han tendido a formar Familias. Afortunadamente, en los últimos años se ha avanzado de forma importante en la corrección de estos sesgos y ya se empieza a ver, por ejemplo, que los grupos más improductivos de instituciones públicas de investigación empiezan a perder espacio de laboratorio en beneficio de los más productivos. Pero hay mucho que avanzar aún por esta senda, muy especialmente en la Universidad.

El propósito de todas estas reflexiones no es otro que el de contribuir a mitigar una posible tendencia a establecer asociaciones dicotómicas simples entre ciencia básica, progresismo, academia y bienestar, por un lado, y entre ciencia aplicada, conservadurismo, industria y mercado, por otra. Mi percepción es que artículos como el mencionado de los profesores Martínez y López Facal refuerzan dicha tendencia en la población aún sin pretenderlo. Y me consta que no lo persiguen, como muy bien demuestra la trayectoria del propio profesor Carlos Martínez, capaz en su momento de alojar todo un equipo de investigación de una industria farmacéutica en el seno de su propio departamento del Centro Nacional de Biotecnología, decisión fuertemente criticada por aquel entonces. Si hay que establecer binomios ni siquiera es estrictamente válido el formado por ciencia básica y ciencia aplicada, por cuanto método científico sólo hay uno, toda investigación fundamental es potencialmente aplicable a corto, medio o largo plazo, y todo avance tecnológico puede terminar fundamentando la Ciencia (como la máquina de vapor hizo con la Termodinámica, ejemplo muy querido al prestigioso historiador de la Ciencia José Manuel Sánchez Ron). La actividad científica es simplemente buena o mala, y lo que es perentorio en un momento de dificultad económica es asentar los mecanismos objetivos que permitan identificar y potenciar la primera aunque ello conlleve que los grupos “de siempre” puedan encontrar más dificultades para financiarse.

viernes, 14 de enero de 2011

Diez años de la tertulia “Ciencia y Consciencia”

El viernes 25 de enero de 2010, hace ya casi un año, asistí en el Ateneo de Madrid a lo que para mí representó el cierre de un amplio círculo, un círculo que había comenzado a trazarse diez años antes. Máximo Cortezón, un compañero habitual de la tertulia “Ciencia y Consciencia”, nos presentaba a debate un esquemático pero esmerado y riguroso recorrido por la evolución del concepto de “conciencia” a través de la historia. El repaso finalizaba en tiempos recientes, cuando desde la Ciencia se retomaba decididamente el estudio de la conciencia humana a la luz de los nuevos avances producidos en campos como la Neurobiología. Exactamente el mismo punto del que había partido la tertulia en la década anterior.

En aquella época, Álvaro López Ruiz entregó la batuta de la Sección de Ciencia del Ateneo al actual presidente, Juan Fuertes, formalizando el relevo en un acto al que tuve el privilegio de asistir. No voy a glosar aquí la figura de Álvaro, pero sí quiero aprovechar que el Pisuerga pasa por Valladolid para dejar bien patente mi respeto, reconocimiento y admiración hacia este ateneísta, un científico “eternamente joven” (en palabras textuales y acertadas de Carmen González, mi mujer y otra de nuestras contertulias destacadas). El caso es que Álvaro distribuyó entre los presentes en dicho acto un documento resumen de su intervención en el que se hacía referencia explícita a la reciente creación (exactamente el día 4 de febrero de 2000) de la tertulia “Ciencia y Consciencia”, coordinada por José Manuel Duarte. Yo no tenía ningún conocimiento previo de la existencia de aquella tertulia y fue a raíz de este descubrimiento cuando me dispuse a asistir a la siguiente convocatoria de la misma, para continuar haciéndolo con asiduidad durante todos estos años (con algún paréntesis motivado por una estancia en el extranjero). Dada mi condición de contertulio habitual y miembro cuasi-fundador, lo mínimo es escribir en mi blog unas líneas conmemorativas del décimo aniversario de la tertulia.

En sus primeros momentos nuestra tertulia llegó a ser casi masiva, no siendo extraña la afluencia de treinta o hasta quizá cuarenta personas que abarrotaban la Cacharrería del Ateneo. Gentes de variado pelo: algunos, profesionalmente relacionados con el mundo de la Ciencia y la Tecnología (como el propio Álvaro, ingeniero, o José Manuel, neurólogo); otros, simplemente interesados en las cuestiones que allí se debatían. La tertulia hundía sus raíces en temas y tiempos muy antiguos, pero el abordaje del problema principal que justificaba su existencia se había revitalizado y había rebrotado con nuevos planteamientos surgidos en tiempos no muy lejanos, por ejemplo a la luz de unas Ciencias Cognitivas refundidas en los Estados Unidos de los últimos setenta (tal y como nos relató, con su espíritu crítico tan característico, otro de los tertulianos regulares de entonces, Vicente Miró). Asistíamos pues a debates de enorme profundidad y de una gran riqueza de matices, en los que músicos, abogados, filósofos o poetas aportaban visiones particulares de enorme valor para quien, como era mi caso, estaba acostumbrado a dialogar sobre temas de Ciencia siempre con personas demasiado próximas. Todo ello en el mismo espacio físico en el que Cajal, Simarro o Carracido habían impregnado el aire para siempre con la autoridad de sus diálogos sobre la Ciencia y la vida. Era en suma un verdadero lujo y un gran placer pasarse por la Cacharrería dos veces al mes a compartir información, opinión y presencia con todas aquellas personas, las del presente y las del pasado.

Otro de los valores añadidos de aquellas reuniones memorables era el resumen de noticias científicas que preparaba cuidadosamente José Manuel Duarte y que constituía el inicio de cada una de las reuniones. Se trataba de una revista tan interesante que algunos habituales del Ateneo se pasaban por allí tan sólo a escucharla, y una vez terminada seguían su camino. Así recuerdo a una ateneísta ya mayor, atenta hasta casi el éxtasis a las explicaciones certeras y elocuentes con que José Manuel glosaba las noticias y las relacionaba entre sí. Otro lujo impagable.

No sé a ciencia cierta qué pasó, pero a partir de un determinado momento fueron dejando de venir muchos de los contertulios natos, y aunque también se produjeron nuevas incorporaciones valiosas, éstas nunca llegaron a compensar el déficit que supuso aquella primera deserción. Echamos así de menos primero a Álvaro, luego llegamos a perder al propio José Manuel, y a muchos otros con ellos. Hasta que un grupo de irreductibles (entre ellos algunos de los más antiguos y activos contertulios como el psicólogo Alfonso Medina y el biólogo Laureano Castro) reflexionamos y decidimos que el tema que nos reunía estaba lejos de agotarse, y que merecía la pena intentar rellenar en la medida de lo posible el vacío que se estaba creando con un esfuerzo colectivo. Así pues, la tertulia seguiría su camino hurgando en los misterios del cerebro humano, desmenuzando atributos y conceptos presumiblemente relacionados con nuestra conciencia (la inteligencia, el lenguaje, la empatía…). Siempre a la luz de los nuevos descubrimientos, pero sin olvidar en ningún momento a los clásicos; citando a Searle, a Damasio, a Watson, pero también a Aristóteles, a Descartes, a Ortega.

Justo es reconocer que de entre aquellas personas que retomaron el timón de la tertulia, en una en particular recae la mayor parte del mérito de que se haya mantenido viva en los tiempos más recientes. Así, mientras algunos íbamos flaqueando en el empeño por uno u otro motivo, Javier de la Plaza nunca lo hizo y gracias a este “teleco” incombustible no nos ha faltado un programa anual de reuniones, ni una sala donde juntarse el primer y tercer viernes de cada mes (ocupada ya por desgracia de forma contínua nuestra ubicación original en la Cacharrería para fines expositivos). Javier está bien apoyado para ello desde el cibermundo por Carmen Cayuela, otra contertulia imprescindible que pilota los mandos de una lista de correo-e con fines de coordinación. Asegurada la permanencia, cada cual iría encontrando la manera de aportar su particular granito de arena para hacer la tertulia viable: atrayendo nuevas personas a nuestros encuentros, preparando personalmente temas para el debate, distribuyendo carteles anunciadores, moviendo sillones, acarreando botellas de agua… o simplemente asistiendo y participando.

La tertulia ha mantenido básicamente la misma estructura y dinámica de los primeros tiempos, iniciándose con una revista de novedades científicas (salvada asimismo por la dedicación de Javier, quien optó por cambiar el estilo para centrarse en comentar tan sólo dos o tres noticias con cierta profundidad). A esta revista sigue una introducción del tema del día por algún voluntario más o menos familiarizado con el mismo, y a continuación se pasa a lo que en mi opinión constituye la guinda del pastel: un debate abierto que llega a rozar las diez de la noche y que aún se prolongaría más de forma natural de no ser porque siempre se impone la idea de trasladarlo fuera y dorarlo un poco con la cerveza de alguno de los bares próximos al Ateneo. Este formato resulta de un gran atractivo y en mi opinión puede tomarse como ejemplo para desarrollar iniciativas particulares de divulgación científica, tal y como pusimos de manifiesto en el IV Congreso de Comunicación Social de la Ciencia celebrado en Madrid en 2007.

A lo largo del tiempo, los contenidos de la tertulia irían experimentando considerables variaciones y el contorno temático se ha difuminado con intervenciones de casi toda índole, a veces muy alejadas de la Ciencia. Tal deriva, desenfoque o simplemente evolución de la tertulia hacia temas no estrictamente relacionados con la visión científica de la conciencia/consciencia se retrata en situaciones muy ilustrativas, como la de aquel compañero convencido de que el nombre de la tertulia es en realidad “Ciencia y Filosofía”, a la vista del permanente manoseo de principios críticos propios de Hume o Feyerabend; también ilustrativa fue la propuesta y consecuente celebración de algunas tertulias sobre Derecho, Astronomía, etc., desprovistas de conexión aparente no solamente con el problema de la conciencia, sino en ocasiones con la propia Ciencia y hasta con la Filosofía. Por tanto, nuestra tertulia se ha ido convirtiendo de forma espontánea en un foro en el que se tratan temas cada vez más amplios desde una perspectiva cada vez más impredecible, y quizá por eso cuando el 25 de enero del año pasado Máximo volvió al principio de los tiempos, casi nadie se inmutó ni orientó su discurso en la dirección original marcada por los pioneros. Sea como sea, el hecho de que la tertulia haya persistido hasta hoy merece sin duda una felicitación… ¡Feliz nueva década!

Resulta que esto se lee...

Hace unas semanas me encontré con una compañera del CEU, Beatriz, que resulta que ha encontrado este blog y hasta se ha leído lo que aquí había... Una razón para que, después de algunos años de ignorancia, me plantee editar cosas en este espacio. Así que voy a ello