lunes, 3 de abril de 2017

Adiós al maratón

El 24 de abril de 2016 completé mi 20 maratón, un número redondo. Enseguida pensé que podía ser un buen momento para dejar esta distancia, profundamente agotado como quedé tras una marca irrisoria. Y más fríamente me lo volví a plantear algo después, tras dos días de hematuria ocultados a todos. Bueno, ya veremos, me dije.

El 2 de abril de 2017 acabo de terminar la Media Maratón de Madrid en 2 horas y con sensaciones no muy claras, lo que permite pronosticar que podría volver a correr el maratón en tres semanas con aproximadamente el mismo crono del año pasado, con mucho sufrimiento y con un riesgo físico desconocido ligado a mi mala salud de los últimos meses. Es hora de dejarlo, concluyo.

Desde dentro del pelotón de maratonianos he visto y sentido cosas que vosotros los humanos nunca llegaríais a imaginar: se me han levantado los pelos como escarpias al oír Carros de Fuego bajando por Fuencarral; me ha brotado desde el abismo un aliento que creía casi extenuado al ritmo de las cacerolas de los vecinos de la Avenida del Manzanares; he contemplado abrirse el cielo en toda su inmensidad de la mano de Händel en la Glorieta de Atocha; me ha recorrido el cuerpo, en fin, el mayor latigazo orgásmico sin sexo que puede ser posible todas las veces que he llegado reptando a la meta.

Guardo además muchísimos recuerdos que os contaré algún día, si sois buenos, la mayor parte de ellos ligados al Maratón Popular de Madrid. Mi grito ritual de “¡¡¡atleeeeeeeti!!!” al rebasar el Bernabéu, invariablemente apoyado por el eco de un buen número de corredores de mi misma calaña. La verticalidad infinita de Méndez Álvaro o de Alfonso XII, ese kilómetro que mide 5000 metros.

De otros lugares, recuerdo ahora por ejemplo aquel inolvidable maratón en San Diego del que procede la foto de mi blog, cuando oí pronunciar mi nombre a decibelio sacado por una megafonía todopoderosa pero al tiempo incapaz de restaurarme la mínima fuerza necesaria para saludar al respetable, después de un esfuerzo descomunal e infructuoso por bajar mi marca, a muchos miles de kilómetros del primer familiar o amigo que pudiera recoger mis restos. Fue aquello sin embargo una excepción porque siempre me he sentido apoyado muy de cerca por mi gente, a la que estoy inmensamente agradecido. Muchos espontáneos y los fijos de siempre: Isabel, Moni y Jaime, reservando siempre un pequeño descuido (¿o no?) en su espera de mi cuñado Emilio para animarme; mi padre, agitando ansioso sus bidones de agua e Isostar (en los últimos años de inmenso vacío en la Glorieta de Embajadores, nunca me he descuidado de levantar los índices hacia el cielo para decir, orgulloso: ¡va por ti Papá!); y sobre todo, Carmen y Fuen, mis chicas. Con sus doce manos sujetando y ofreciéndome miles de envases de todo tipo al paso, con sus gritos de ánimo, con sus risas, con sus saltos y con su cariño, y con su cuota de sacrificio cuando las rodillas o la espalda les recordaban que existían entre punto y punto de encuentro. Jamás olvidaré su generosidad y la alegría que sentía al encontrarlas, ese fogonazo que me proyectaba hacia adelante y que, paradójicamente, era lo único que no llevaban en sus manos para ofrecerme: con estar allí, bastaba.

Para mí el maratón ha pasado en carne propia pero siempre será una fiesta, porque no pienso dejar de acudir a animar a mis antiguos compañeros, como alienígenas bienhechores que son y que lo merecen. Como herederos del espíritu de Ramiro Matamoros, ese admirado repartidor de Matutano con el que un día tuve el honor de compartir el asiento de atrás de un coche atestado con aroma a tigre, volviendo de un entreno en la Casa de Campo. Y para celebrar que quedan tipos de esta casta, y que yo fui uno de ellos, pienso seguir invitando a mis chicas a ese corderazo que nos hemos venido apretando año tras año al final de la carrera, porque a su modo ellas son también de esta casta y también lo merecen.

¡Larga vida a los maratonianos populares!