miércoles, 8 de septiembre de 2021

La impresionante figura del profesor Cuenca


Empezaba el curso académico 1983-1984 cuando llamé por primera vez a la puerta del despacho del profesor Eduardo Cuenca Fernández. Meses antes había sido fichado por su discípulo Cecilio Álamo para hacer la tesina y la tesis doctoral en el Departamento de Farmacología de la Universidad de Alcalá, pero la iniciación efectiva de este proceso requería de forma ineludible la aprobación expresa de su director. Así que allí estaba yo una vez superada la travesía del desierto que se extendía desde el apeadero de RENFE hasta los prefabricados donde se ubicaban los despachos y laboratorios de la Facultad de Medicina. Nunca podré olvidar la imagen de Cuenca sentado en su mesa una vez franqueada la entrada, su gesto grave, su tono de voz aún más grave, su conversación infinitamente grave pero al tiempo pausada y amable. Tengo también grabado el cartelito sobre su escritorio que rezaba “Prof. Eduardo Cuenca”, anuncio un tanto redundante (¿de quién si no podría tratarse?) y amarillento (realmente no sé si ya tenía este color por aquél entonces o lo adquiriría luego en mi memoria). El caso es que fui aprobado y allí empezó una de las etapas más importantes de mi vida.

Durante mis años de doctorado el profesor Cuenca me impresionaría más veces. Tuve la inmensa suerte de acudir a varias de sus clases, y puedo afirmar con rotundidad que en todas ellas sin excepción logró captar completamente mi atención y la del resto de la audiencia con su excelente narrativa científica. Recuerdo muy especialmente una de ellas en la que abordó de forma pormenorizada el mecanismo de acción de la guanetidina y el bretilio. Se trataba de fármacos prácticamente en desuso y en un juicio rápido quizá alguien le hubiese condenado por emplear una hora en esto, pero la realidad es que todos salimos del aula con la sensación de haber disfrutado de un baño de Ciencia y con una mayor conciencia de lo que era y representaba la Farmacología. Sólo un gran maestro logra estas cosas. En otra ocasión el viejo profesor tenía ganas de hablar y me cogió por banda para contarme a solas su experiencia en los Estados Unidos: lo vívido de su relato, en el que se mezclaban anécdotas personales con experimentos de laboratorio y situaciones clínicas, resultaba de un poder descriptivo apabullante. Cuenca era el rey de la elocuencia.

Tuve algunas discrepancias con él. No fue precisamente un co-director ejemplar de tesis (el otro co-director de mi trabajo, mi maestro Cecilio Álamo, se comería el 99% de la tarea), y en una ocasión posterior, cuando yo ya era profesor asociado del departamento, envió una circular sobre la falta de implicación del profesorado que me resultó francamente ofensiva por confundir injustamente churras con merinas. Así se lo hice saber en un tenso encontronazo, primero por escrito y luego presencial. Pero estas cosas quedarían finalmente casi en anécdotas ante la evidencia de que el apoyo de Cuenca, aceptándome primero en su grupo y respaldándome después en convocatorias de becas y concursos de méritos, sería a la postre fundamental en mi carrera profesional. Con el tiempo tuve la oportunidad de reconocer públicamente a Cuenca su maestría y su mentoría en varias reuniones científicas, y no dudé en hacerlo, con él presente en alguna ocasión. También le expresé ese mismo reconocimiento y agradecimiento cuando acudí encantado a la comida-homenaje que le organizaron sus discípulos más directos cuando se retiró, y en la misma línea le dediqué unas palabras elogiosas en mi libro sobre la investigación biomédica en España publicado no hace mucho. Aún así, creo que no le he devuelto todo lo bueno que se merecía, lo que me produce una inmensa amargura ahora que la terrible circunstancia de su desaparición no deja oportunidad de retornarle nada más en vida. Con él se nos va una de las más importantes referencias de la Psicofarmacología española, un hombre sobresaliente que hizo escuela y cuya figura será sin duda glosada con mayor propiedad y acierto por otros profesionales más competentes e importantes que yo. A mi sólo me queda desearle buen viaje, querido profesor: deja Vd. huella en nuestras mentes y en nuestros corazones.