domingo, 13 de enero de 2013

Nacionalismo y Nazionalismo


En estos meses vivo con desilusión, tristeza y alarma el triunfo de las ideas nacionalistas en Cataluña.

Siempre he considerado muy positivo para todo el país que los catalanes “tiraran” del resto de nosotros en tantos y tantos campos. Tengo entre mis referentes más significativos a muchos catalanes individuales o en grupo: no concibo el teatro sin Els Comediants, Els Joglars o La Fura, ni la música y la poesía sin Serrat, o la ciencia sin Fuster, Guinovart o Massagué, por poner sólo algunos ejemplos que me vienen enseguida a la cabeza, casi sin pensar. En muchas de estas personas reconozco un cierto estereotipo que me he definido a mi mismo como el “catalán universal”: original, inteligente, abierto; amante de su tierra, como no puede ser de otra manera, pero al mismo tiempo global en sus concepciones sobre el hombre y el mundo, y por ende muy poco interesado en poner fronteras donde no las hay (más bien en derruir muchas o todas las que hay). De este “catalán universal” siempre he recibido buenas sensaciones, siempre le he sentido muy cercano, le he admirado y he buscado su complicidad. Otros catalanes a los que siento tan cercanos o más aún que los anteriores son mis familiares y amigos de allí, algunos de los cuales sino la mayoría son también claramente “catalanes universales”. Me gustaría que la inmensa mayoría de catalanes tendiera hacia ese perfil exactamente en la misma medida que lo deseo para el resto de la humanidad; por eso, cuando percibo que el modelo triunfante puede ser otro, en primer lugar lo que me domina es la desilusión.

El modelo nacionalista antepone el concepto nación a cualquier otro a la hora de identificarse y establecer objetivos, esto es innegable porque en caso contrario los nacionalistas se harían llamar de otra manera. Lo universal existe, pero queda por detrás: lo primero es la Patria, un concepto que me chirría. Las proyecciones de este modelo deberían ser obvias: en el campo de la solidaridad, por ejemplo, antes ser solidario con un nacional que con un extranjero, independientemente del grado de necesidad de uno y otro. El modelo nacionalista personalmente me desagrada: preferiría así que se gastasen mis impuestos en un colegio en la India antes de que se usaran para engordar la jubilación millonaria de un banquero español. Y viniéndome más cerca, desde luego prefiero subsidiar a un jornalero andaluz desempleado antes que contribuir a asfaltar el acceso a la finca particular de un madrileño adinerado. La historia nos enseña claramente que el nacionalismo es ante todo un invento burgués destinado a cimentar la primacía económica de un grupúsculo endémico en detrimento de algún otro poder económico que se califica como foráneo, quedando todo lo demás en un segundo plano. El dinero debe quedar en casa, cómo se reparta luego es secundario. Ante tal prioridad aquellos grupúsculos, actuando como élites locales, han exhibido a lo largo de la historia argumentos étnicos o lingüísticos para aglutinar en torno a ellos a todos los nacionales, contraponiéndolos a un cierto “enemigo” exterior de distinta raza o lengua que amenaza desde el otro lado de una frontera a menudo imaginaria. Un engañabobos que puede resultar muy atractivo convenientemente envuelto en una bandera de colorines llamativos. Los nacionalistas –españoles, catalanes, alemanes…- no me son pues simpáticos porque mis prioridades y mis valores son otros, y allá donde triunfan veo derrotada la solidaridad entre los pueblos, el mestizaje y la riqueza de la diversidad. El juego es triste aunque a veces parezca simplemente cómico, como ocurre en aquellas ocasiones en las que los padres de la Patria llegan a deformar la historia y la realidad de una manera tan grotesca que cualquier librepensante puede llegar a retorcerse de la risa. A pesar de todo esto, los nacionalistas no son necesariamente mis enemigos. Sólo lo son cuando se convierten en nazionalistas.

El cambio de la “c” por la “z” ocurre cuando el orgullo por lo “propio” se ve superado por la emergencia del rechazo ante lo ajeno, de tal forma que el desprecio o el desdén (ya de por sí odiosos) crecen desaforadamente hasta llegar a la persecución y la marginación del distinto. Este último se convierte así en el estereotipo de la maldad y de la agresión hacia la Patria, y merece por tanto ser fulminado. Hablamos de los nazis alemanes – y de todos sus votantes adocenados- versus los judíos en los años 1930, por poner un ejemplo reconocido universalmente (podrían reconocerse otros muchos). ¿Es esto lo que pasa en Cataluña hoy día en relación con los españoles? Afortunadamente no; hasta la fecha todas las reivindicaciones nacionalistas, incluyendo la búsqueda de la independencia, vienen fluyendo por cauces democráticos y son por tanto legítimas e intachables porque se baten en la arena de la libertad. Pero ojo: ¿Podría llegar a ocurrir? Desgraciadamente sí.

Cuando afirmo que esta amenaza es real es porque he visitado páginas y blogs de nacionalistas catalanes y he visto claramente que en muchas de sus mentes va anidando la odiosa “z”. Se comienza dibujando mapas un tanto inocentes de Cataluña o los Estados Unidos Catalanes y discutiéndose los territorios que deberían incluirse o excluirse (una discusión hilarante), pero se continúa afirmando cosas tales como que todos los españoles son sangrientos personajes amantes de dar muerte a los toros mientras que todos los catalanes son ilustres humanistas (esto ya empieza a ser tan triste como cómico), hasta llegar a utilizarse expresiones como “están cagados” “vamos a por ellos” y otras de este tipo, ya claramente nazionalistas. Los individuos nazionalistas, en tanto que potenciales agresores de otras personas, son fascistas y por tanto enemigos de cualquier amante del Hombre. Y conmino a todos, catalanes, españoles y personas de cualquier otro origen, a combatirlos activamente siempre, desde la razón o incluso desde la fuerza si llegase el caso de que pasaran a agredir a cualquier ser humano. Estemos atentos, por favor.