En pura lógica no puedo recordar bien nada de lo que escribo a continuación, pero el vívido relato de mi padre grabó de forma indeleble en mi mente una historia en la que la mezcla de realidad y ficción adquiere un dramatismo tal que su mera evocación me sigue estremeciendo como el primer día.
Una noche de principios/mediados de los años 60 estuve al parecer al borde de la muerte. En mi fantasía -total o sólo parcial- me veo encamado en la alcoba de mis padres en General Pardiñas, 3, una escena difuminada en blanco y negro. Vivíamos en un piso pequeño y muy modesto, totalmente interior y oscuro, muy oscuro. Esto último sí que lo recuerdo muy bien. Sólo unas cortinas separaban la cama de mis padres del pequeño salón que se asomaba a un patio estrecho y sombrío. Al salón se abrían un cuartito y una cocina que comunicaba con un baño minúsculo. Andaban por allí una nevera de hielo y un fogón que mi padre me enseñó a evitar de una forma quizá demasiado expeditiva. Si alguien piensa que el barrio de Salamanca de Madrid está poblado exclusivamente de mansiones, se equivoca.
A decir de mi padre, en esa noche que pudo ser trágica hubo una especie de ángel que entraba y salía y me auscultaba y acariciaba mi frente. Una y otra vez. Y según mi padre no descansó hasta asegurarse de que viviría. Ese ángel fue el Doctor Javier Quintero Lumbreras. Mi padre me contó esto repetidamente con una inmensa veneración hacia la figura de ese hombre que, independientemente de su saber, dedicó apasionadamente su vocación y su sentimiento a la obra de salvar una vida, en este caso la mía. Oyendo hablar así mi padre, a quien yo veneraba, preso de la emoción, el nombre de Javier Quintero Lumbreras ya no se me olvidaría jamás. Se convirtió para mí en el sinónimo de un héroe y su profesión, la Medicina, recabaría mi admiración ya para siempre.
Muchos años después estaba yo realizando mis estudios de doctorado en la Facultad de Medicina de la Universidad de Alcalá cuando volví a escuchar por casualidad el nombre de aquel médico. Recuerdo que me sobresalté y me puse inmediatamente a indagar cómo poder encontrarme con él. Pude finalmente hacerlo y tuve así la oportunidad de transmitirle personalmente mi inmenso agradecimiento y mi admiración por su buen hacer profesional y, sobre todo y ante todo, por su calidad humana. Él se emocionó, yo me emocioné, y quedó así adecuadamente saldada esa deuda que tenía yo contraída desde lo más profundo de mi subconsciente. Deseo profundamente que aquel reconocimiento le resultara reconfortante y le certificara que el calor humano, del que él andaba sobrado, nunca se olvida.
Después de aquel encuentro mágico perdí la pista del Dr. Quintero. Leí acerca de su brillante trayectoria profesional, de su visión innovadora y de su legado en el campo de la Psiquiatría infantil, continuado por su hijo Javier Quintero Gutiérrez del Álamo. También tuve noticia de su desaparición, una de las heridas más profundas entre las que voy acumulando. No sé en qué medida mi testimonio puede ser significativo, pero no quiero ni puedo dejar de intentar que la memoria de Javier Quintero Lumbreras quede suficientemente honrada por mi parte, y que el orgullo que sus descendientes sienten ya con toda seguridad por venir de donde vienen sea un poquito mayor aún, si cabe. Si algo he hecho bien en mi vida en buena parte se lo debo a él, así que muchas gracias Dr. Quintero a Vd. y a todos los médicos vocacionales que nos cuidan con su Ciencia y su Humanidad.
jueves, 13 de enero de 2022
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