domingo, 10 de mayo de 2020

Tratamiento farmacológico de la COVID-19: no demasiadas novedades aún


Hace un mes publiqué un resumen actualizado de las tendencias farmacoterapéuticas en torno a la COVID-19, y no me resisto a la tentación de repasar el estado actual de la cuestión a día de hoy. Los ensayos clínicos que entonces comentaba han ido avanzando, y con ellos los primeros resultados han permeado a los medios de comunicación a veces más como un culebrón interesado que como algo serio. Así vimos cómo se reportaron inicialmente resultados prometedores con el antivírico remdesivir (las acciones del laboratorio propietario, Gilead, subieron), luego se filtraron datos de falta de efecto desde la OMS (las acciones de Gilead bajaron), y recientemente el fármaco se aprobó en Estados Unidos para su uso de emergencia frente a la COVID-19… sobre la base de una exigua eficacia. La FDA, agencia que regula el uso de medicamentos en aquel país, basa su decisión en el hecho de que el remdesivir (inicialmente desarrollado frente al virus del Ébola, lo que omití comentar en mi anterior post) reduce el tiempo medio de estancia en el hospital desde los 15 días del grupo control hasta 11 días, sin que haya evidencia de una reducción de la mortalidad. Lejos está la cosa de aliviar nuestras preocupaciones más importantes.

En espera de que los ensayos en marcha vayan aportando evidencias, algunas nuevas hipótesis y líneas de trabajo han ido emergiendo. Sobre todo hay que destacar que nuestros médicos siguen acumulando conocimiento empírico sobre el manejo de la enfermedad desde el barro de la batalla en la que se desenvuelven a diario. Ha ganado así terreno el interés sobre el componente tromboembólico de la enfermedad que surge de las observaciones clínicas y se ha visto reforzado en última instancia por las autopsias que se han realizado en países como Italia. Muy bien explica la situación el Dr. Páramo, presidente de la Sociedad Española de Trombosis y Hemostasia, quien subraya el dato de que la mortalidad entre los pacientes de COVID-19 se asocia a un incremento en los niveles de dímero D, un indicador de coagulopatía. La asociación es incuestionable y fuerza el planteamiento de estrategias anticoagulantes futuras basadas en la evidencia, si bien ya se van instaurando sobre la marcha algunas aproximaciones previas fundamentalmente relacionadas con el uso preventivo de heparinas de bajo peso molecular. Resumiendo, parece que se va armando cada vez mejor una triple estrategia farmacológica frente a la enfermedad: la de los agentes que se enfrentan al propio virus, la de los fármacos que atenúan el subsiguiente síndrome de activación de macrófagos, y la terapia anticoagulante. Pero tendremos que esperar acontecimientos porque no han surgido aún balas mágicas por ninguna parte, y nuestras esperanzas más realistas siguen centrándose en la consecución de alguna vacuna.

Aunque este último no es mi campo, cualquiera puede detectar fácilmente el abrumador esfuerzo que se está realizando. El Instituto Milken mantiene actualizada una base de datos que acabo de consultar y que recoge 123 vacunas experimentales de distinta naturaleza que están actualmente en estudio; algunas de ellas han alcanzado ya la fase clínica como el plásmido INO-4800 de Inovio Pharmaceuticals, dos vacunas chinas basadas en virus inactivados, dos basadas en vectores víricos no replicantes (de un consorcio británico y otro chino) y dos basadas en RNA (capitaneadas por Moderna y por Pfizer). A esto hay que añadir otras dos aproximaciones con células presentadoras de antígenos desarrolladas por el Shenzhen Geno-Immune Medical Institute. En nuestro país, los laboratorios de Mariano Esteban / Juan García Arriaza y de Luis Enjuanes / Isabel Sola en el Centro Nacional de Biotecnología se afanan meritoriamente con los mismos objetivos. Ante tanto empuje uno tiende a esperar algún resultado a medio plazo. La casualidad hizo que la semana pasada topara (a dos metros de distancia) con un inversor de una de las compañías que están desarrollando una de las vacunas anteriores, quien me transmitió cierta euforia acerca de los datos preliminares de tolerabilidad de su producto (los primeros datos fiables de eficacia tardarán algún mes que otro).

Hay más cosas que comentar, aunque no demasiadas. Hoy mismo Daniel Mediavilla escribe en El País sobre el panorama de los medicamentos biológicos, en el que destacan como posibilidades más plausibles el uso de plasma obtenido de pacientes y el desarrollo de nuevos anticuerpos monoclonales destinados a bloquear el virus. Si se requiere una revisión de cierta profundidad científica al respecto, yo remitiría al lector a la publicada esta misma semana por Kenneth Lundstrom en Biomedicines (8: 109, 2020), de acceso libre, en la que se comentan además las posibilidades de la silenciación génica (lo que consiste, básicamente, en impedir que el material génico del virus se exprese). También ha cobrado cierta difusión en los medios la “hipótesis nicotínica” de la COVID-19, ciertamente elegante pero con pies de barro. A esta hipótesis que sugiere un posible efecto beneficioso de la nicotina sobre la COVID-19 me he referido en detalle en otra entrada de este blog (bit.ly/2zJePT6) y en una entrevista en Cuídate Plus (https://cuidateplus.marca.com/bienestar/2020/05/08/fumar-protege-coronavirus-173353.html). Baste para resumir la trascendencia actual de esta hipótesis la nota de prensa difundida el pasado martes por el Ministerio Sanidad, supongo que alarmado por la posibilidad de que al personal se le ocurriese ponerse a fumar igual que a otros les dio por ingerir desinfectante allende nuestras fronteras (creo). Dice la nota textualmente que “los supuestos efectos protectores de la nicotina frente a la COVID-19 no tienen evidencia científica”. Por el momento queda así bien zanjado el asunto.

En resumen, habrá que seguirse manteniendo necesariamente expectantes, pero también razonablemente esperanzados.

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