En pura lógica no puedo recordar bien nada de lo que escribo a continuación, pero el vívido relato de mi padre grabó de forma indeleble en mi mente una historia en la que la mezcla de realidad y ficción adquiere un dramatismo tal que su mera evocación me sigue estremeciendo como el primer día.
Una noche de principios/mediados de los años 60 estuve al parecer al borde de la muerte. En mi fantasía -total o sólo parcial- me veo encamado en la alcoba de mis padres en General Pardiñas, 3, una escena difuminada en blanco y negro. Vivíamos en un piso pequeño y muy modesto, totalmente interior y oscuro, muy oscuro. Esto último sí que lo recuerdo muy bien. Sólo unas cortinas separaban la cama de mis padres del pequeño salón que se asomaba a un patio estrecho y sombrío. Al salón se abrían un cuartito y una cocina que comunicaba con un baño minúsculo. Andaban por allí una nevera de hielo y un fogón que mi padre me enseñó a evitar de una forma quizá demasiado expeditiva. Si alguien piensa que el barrio de Salamanca de Madrid está poblado exclusivamente de mansiones, se equivoca.
A decir de mi padre, en esa noche que pudo ser trágica hubo una especie de ángel que entraba y salía y me auscultaba y acariciaba mi frente. Una y otra vez. Y según mi padre no descansó hasta asegurarse de que viviría. Ese ángel fue el Doctor Javier Quintero Lumbreras. Mi padre me contó esto repetidamente con una inmensa veneración hacia la figura de ese hombre que, independientemente de su saber, dedicó apasionadamente su vocación y su sentimiento a la obra de salvar una vida, en este caso la mía. Oyendo hablar así mi padre, a quien yo veneraba, preso de la emoción, el nombre de Javier Quintero Lumbreras ya no se me olvidaría jamás. Se convirtió para mí en el sinónimo de un héroe y su profesión, la Medicina, recabaría mi admiración ya para siempre.
Muchos años después estaba yo realizando mis estudios de doctorado en la Facultad de Medicina de la Universidad de Alcalá cuando volví a escuchar por casualidad el nombre de aquel médico. Recuerdo que me sobresalté y me puse inmediatamente a indagar cómo poder encontrarme con él. Pude finalmente hacerlo y tuve así la oportunidad de transmitirle personalmente mi inmenso agradecimiento y mi admiración por su buen hacer profesional y, sobre todo y ante todo, por su calidad humana. Él se emocionó, yo me emocioné, y quedó así adecuadamente saldada esa deuda que tenía yo contraída desde lo más profundo de mi subconsciente. Deseo profundamente que aquel reconocimiento le resultara reconfortante y le certificara que el calor humano, del que él andaba sobrado, nunca se olvida.
Después de aquel encuentro mágico perdí la pista del Dr. Quintero. Leí acerca de su brillante trayectoria profesional, de su visión innovadora y de su legado en el campo de la Psiquiatría infantil, continuado por su hijo Javier Quintero Gutiérrez del Álamo. También tuve noticia de su desaparición, una de las heridas más profundas entre las que voy acumulando. No sé en qué medida mi testimonio puede ser significativo, pero no quiero ni puedo dejar de intentar que la memoria de Javier Quintero Lumbreras quede suficientemente honrada por mi parte, y que el orgullo que sus descendientes sienten ya con toda seguridad por venir de donde vienen sea un poquito mayor aún, si cabe. Si algo he hecho bien en mi vida en buena parte se lo debo a él, así que muchas gracias Dr. Quintero a Vd. y a todos los médicos vocacionales que nos cuidan con su Ciencia y su Humanidad.
jueves, 13 de enero de 2022
miércoles, 8 de septiembre de 2021
La impresionante figura del profesor Cuenca
Empezaba el curso académico 1983-1984 cuando llamé por primera vez a la puerta del despacho del profesor Eduardo Cuenca Fernández. Meses antes había sido fichado por su discípulo Cecilio Álamo para hacer la tesina y la tesis doctoral en el Departamento de Farmacología de la Universidad de Alcalá, pero la iniciación efectiva de este proceso requería de forma ineludible la aprobación expresa de su director. Así que allí estaba yo una vez superada la travesía del desierto que se extendía desde el apeadero de RENFE hasta los prefabricados donde se ubicaban los despachos y laboratorios de la Facultad de Medicina. Nunca podré olvidar la imagen de Cuenca sentado en su mesa una vez franqueada la entrada, su gesto grave, su tono de voz aún más grave, su conversación infinitamente grave pero al tiempo pausada y amable. Tengo también grabado el cartelito sobre su escritorio que rezaba “Prof. Eduardo Cuenca”, anuncio un tanto redundante (¿de quién si no podría tratarse?) y amarillento (realmente no sé si ya tenía este color por aquél entonces o lo adquiriría luego en mi memoria). El caso es que fui aprobado y allí empezó una de las etapas más importantes de mi vida.
Durante mis años de doctorado el profesor Cuenca me impresionaría más veces. Tuve la inmensa suerte de acudir a varias de sus clases, y puedo afirmar con rotundidad que en todas ellas sin excepción logró captar completamente mi atención y la del resto de la audiencia con su excelente narrativa científica. Recuerdo muy especialmente una de ellas en la que abordó de forma pormenorizada el mecanismo de acción de la guanetidina y el bretilio. Se trataba de fármacos prácticamente en desuso y en un juicio rápido quizá alguien le hubiese condenado por emplear una hora en esto, pero la realidad es que todos salimos del aula con la sensación de haber disfrutado de un baño de Ciencia y con una mayor conciencia de lo que era y representaba la Farmacología. Sólo un gran maestro logra estas cosas. En otra ocasión el viejo profesor tenía ganas de hablar y me cogió por banda para contarme a solas su experiencia en los Estados Unidos: lo vívido de su relato, en el que se mezclaban anécdotas personales con experimentos de laboratorio y situaciones clínicas, resultaba de un poder descriptivo apabullante. Cuenca era el rey de la elocuencia.
Tuve algunas discrepancias con él. No fue precisamente un co-director ejemplar de tesis (el otro co-director de mi trabajo, mi maestro Cecilio Álamo, se comería el 99% de la tarea), y en una ocasión posterior, cuando yo ya era profesor asociado del departamento, envió una circular sobre la falta de implicación del profesorado que me resultó francamente ofensiva por confundir injustamente churras con merinas. Así se lo hice saber en un tenso encontronazo, primero por escrito y luego presencial. Pero estas cosas quedarían finalmente casi en anécdotas ante la evidencia de que el apoyo de Cuenca, aceptándome primero en su grupo y respaldándome después en convocatorias de becas y concursos de méritos, sería a la postre fundamental en mi carrera profesional. Con el tiempo tuve la oportunidad de reconocer públicamente a Cuenca su maestría y su mentoría en varias reuniones científicas, y no dudé en hacerlo, con él presente en alguna ocasión. También le expresé ese mismo reconocimiento y agradecimiento cuando acudí encantado a la comida-homenaje que le organizaron sus discípulos más directos cuando se retiró, y en la misma línea le dediqué unas palabras elogiosas en mi libro sobre la investigación biomédica en España publicado no hace mucho. Aún así, creo que no le he devuelto todo lo bueno que se merecía, lo que me produce una inmensa amargura ahora que la terrible circunstancia de su desaparición no deja oportunidad de retornarle nada más en vida. Con él se nos va una de las más importantes referencias de la Psicofarmacología española, un hombre sobresaliente que hizo escuela y cuya figura será sin duda glosada con mayor propiedad y acierto por otros profesionales más competentes e importantes que yo. A mi sólo me queda desearle buen viaje, querido profesor: deja Vd. huella en nuestras mentes y en nuestros corazones.
miércoles, 24 de febrero de 2021
La Cañada de día
En la mañana del pasado domingo volví por la Cañada Real con un pequeño grupo de jóvenes amigos empeñados en ampliar y profundizar el contacto humano con los yonquis. Aparcamos los coches y desplegamos una pequeña carga de ropa de mujer junto al dispositivo de reducción de daños de la Comunidad de Madrid. Allí contactamos con un médico muy joven, con un enfermero veterano y con varios auxiliares (los domingos no vienen trabajadores sociales) convenientemente pertrechados de alimentos, “kits” para un consumo seguro (compresores, cazoletas, chutas), metadona, y otros medicamentos y material de apoyo. No se trataba de simples empleados, no eran robots: conocían el nombre de los que merodeaban y acudían al puesto, les trataban con deferencia, se alarmaban si alguno de ellos dejaba de acercarse a recoger su medicación. Nos enseñaron y explicaron las características de lo que tenían allí instalado y nos trataron con tanta amabilidad como a sus pacientes. Como ciudadano de Madrid, me enorgullece su labor. Lástima que se desarrolle en condiciones tan precarias.
Un poco más allá el Ayuntamiento de Madrid despliega unos barracones concebidos para proporcionar una mínima higiene a los usuarios, que deben estar necesariamente registrados para hacer uso de la instalación. Esto último nos lo explica una trabajadora ante nuestras dudas: se trata de dar cobertura a quien lo necesita sin promover una actitud acomodaticia de quien bien podría buscarse la vida fuera de aquí. Un enfoque comprensible, pero… ¡qué difícil establecer una línea divisoria mínimamente objetiva!
Abro los ojos como platos para que llegue bien el panorama a mi cerebro. Lo que por las noches iluminan brevemente las hogueras, ahora de día queda plenamente al descubierto: las basuras, los escombros, los chabolos, las tiendas de campaña, todos estos seres humanos que deambulan su desgracia ante nosotros. Conseguimos un contacto muy cercano con algunos yonkis, que nos cuentan sus historias. La debacle de Claudio, el naufragio de un argentino enamorado de España y golpeado sin piedad por la pandemia. Una de las chicas que hace uso de nuestra ropa y de las duchas municipales pasea su renovado palmito ante nuestra alegría. Pero mis amigos, que tienen un corazón que no les cabe en el pecho, están muy preocupados por Ana, una yonqui que conocieron el pasado fin de semana y que no termina de salir de su tienda. Advertidos de la circunstancia y conocedores del caso, los sanitarios de la Comunidad saltan desde sus puestos preocupados por una posible sobredosis o algún otro problema y se lanzan hacia su tienda de campaña. Falsa alarma, afortunadamente. Nadie lo nota, pero a mí se me encoje en ese mismo momento el alma ante el drama de unos y la empatía y solidaridad de otros.
Mis obligaciones familiares me obligan a dejar el lugar un poco antes de que sanitarios y voluntarios se dispongan también a salir de allí. Nuevamente me encuentro emborrachado de sensaciones a las que debo dar algún sentido, y sobrecogido por esta tragedia humana de la que no puedo sustraerme. ¿Cómo puedo ser más útil? Debo pensar…
martes, 8 de diciembre de 2020
Bajarse al barro: una noche en la Cañada Real
Salimos a eso de las 21 horas en mi coche desde la Parroquia de Santo Tomás rumbo a la Cañada Real. Íbamos tres, entre ellos mi guía en aquella noche, una persona excepcional a quien triplicaba yo la edad. En poco tiempo dejamos la A-3 siguiendo algunas indicaciones hacia Valdemingómez, y luego de algún vericueto por las vías adyacentes mi copiloto señaló un hueco en el murete de la izquierda por el que había que introducirse para dar con un camino de tierra sembrado de baches. Entrábamos así al sector 6. Enseguida vimos la cruz de la Iglesia de Santo Domingo de la Calzada a nuestra izquierda, junto a un punto de luz que resultó ser un foco sobre la furgoneta de Bocatas. Una fila de coches aparcados en batería dejaba un hueco cercano donde pude encajar el mío.
Los voluntarios de Bocatas habían desplegado ya junto a la furgoneta una hilera de mesas cubiertas con alimentos, y lo habían hecho con una celeridad sorprendente ya que no se nos podían haber adelantado mucho más de 10 minutos. Yogures, bocadillos, zumos, lácteos, y el prominente perolo con un guiso de patatas caliente – y de excelente sabor magrebí- que se había cocinado por la tarde en la parroquia con la contribución de mi chica, de nuestra conocida Ana (sorprendentemente encontrada por allí con un dedo rebañado) y de otros muchos habituales. En perpendicular al “buffet” de la comida, otras mesas ofrecían todo tipo de ropa donada. En medio un voluntario administraba una caja con mantas, defendiéndolas del pillaje no sin dificultades. Varias hogueras alumbraban el lugar, la más cercana a unos diez metros de la furgoneta, junto a la Iglesia cuyo muro parcialmente quemado dejaba testimonio de una lucha reciente entre familias del poblado. Una tienda de campaña indefinible hacía triángulo. Otra hoguera alumbraba enfrente a unos cuarenta metros y otra más hacia el fondo de la escena, en la negrura de lo que debía ser el cogollo de chabolas, de las que sólo se adivinaban algunas siluetas entre otras luces puntuales y aisladas. Entre las personas que allí nos concentrábamos avispeaban varios chicos en su mayoría gitanos montando bulla sobre bicicletas que derrapaban a escasos centímetros de nosotros, o correteando por el mismo tejado de la iglesia desde el que lanzaban en alguna ocasión objetos indeterminados contra el suelo que al estallar creaban una alarma puntual. El tenso ambiente que se respiraba, frío y oscuro sólo unos pocos metros más allá de este pequeño bullicio, hubiera hecho comprensible cualquier incidente en cualquier momento. De hecho, nadie se sorprendió al escuchar un fuerte silbido de bengala y ver salir un humo denso del interior de un automóvil que bien podría haber ardido completamente. Tampoco nos sobresaltaron las collejas que se llevó uno de aquellos revoltosos chavales convenientemente vapuleado en legítima defensa por un gitano grande de los nuestros, ni sus gritos de indignación mientras se alejaba ofendido para volver peligrosamente enrabietado. Completaban el paisaje los coches que de cuando en cuando entraban y salían del poblado con aire siniestro.
Pero lo verdaderamente sobrecogedor de estar allí fue percibir la llegada intermitente de todos aquellos yonquis destruidos. Famélicos y desdentados los más, casi todos con ese cabello lacio y ralo tan característico aflorando tímidamente bajo los gorros. Miradas enajenadas. Uno de ellos llevaba las huellas de una pelea en el rostro. Otro toda su ropa embarrada. Una mujer muy deteriorada remataba su vestimenta imposible con unos irónicos botines rojos de fiesta. Otro más allá, en contraste, aún sonreía y hasta tenía buen aspecto (lleva poco tiempo por aquí, me dijeron los voluntarios más expertos). Los yonquis recogían los alimentos, mantas y ropas en bolsas y en su mayoría tomaban su guiso caliente allí mismo, donde quizá se sentían un poco más protegidos al menos durante un rato antes de retirarse de nuevo al pozo negro del que habían brotado. Me llamó la atención cómo daban las gracias. Viéndolos, no les concebía yo ningún futuro.
El resto de los habitantes que se acercaba al lugar conformaba el vivo retrato de la exclusión social. Entre los revoltosos gitanillos alguno muy bajito y aparentemente muy joven aireaba un grave problema nutricional mientras rugía su vozarrón curtido que sonaba a derroche de tabaco. Algunos magrebíes montaban tertulia con aquellos de sus paisanos que venían con nosotros, de forma mucho más callada. Yo me despegaba de mi guía de cuando en cuando para hablar con unos y otros voluntarios de variado pelaje: chicos y chicas jóvenes “españoles” (las mozas singularmente asediadas por los gitanillos) junto con magrebíes, gitanos, colombianos o negros, personas de mediana edad y en el extremo algunas pocas cercanas a mi quinta luciendo buenas canas a la par que un entusiasmo intacto. Había quien llevaba mucho tiempo haciendo esto, otros apenas algunas semanas. Un puñado de unas treinta personas en total que en su conjunto me hacían sentirme orgulloso de ser humano. En la hoguera hablé más detenidamente con Jesús (Chules) y Nacho sobre las adicciones; ambos estaban en el origen de Bocatas y procedían de Comunión y Liberación. Es curioso, en apenas dos semanas había conocido por una razón u otra a varias personas de ese movimiento haciendo cosas maravillosas con marginados sociales de forma totalmente altruista; eso por si me quedaban dudas de quién llega efectivamente a los sitios más recónditos y duros de la existencia humana, y de porqué lo hacen.
La noche avanzaba y los yonquis iban dejando de acudir a nuestro tinglado. Entonces se hizo un círculo en el lugar para que Chules, con sus manos sobre los hombros de dos gitanillos, recalcara a los allí presentes la trascendencia de lo que había ocurrido y dirigiera un Ave María antes de disolvernos. Lo que ocurrió no sin antes recibir una bizarra reprimenda de una patrulla de la Policía Nacional que nos conminaba a abandonar el sitio a la mayor brevedad. Ya en el coche serpenteé por algunos viales detrás de otros compañeros hasta entroncar con la A-3 de vuelta a Madrid, sintiendo desde ese mismo instante el reconfortante aliento de la civilización recobrada.
Nada de lo que pasó esa noche me era totalmente ajeno. En su momento y por diversas razones tuve la oportunidad de conocer la realidad de los poblados marginales en Madrid o la sordidez de supermercados de drogas como el “polígamo” de Granada. Había sentido la violencia de las bandas juveniles del otro lado del Manzanares, y desde luego había tenido muy cerca la devastación de la heroína en los años 70 y 80 junto a las trágicas siluetas de sus víctimas. Todo eso lo reviví de alguna manera, pero por encima de ello descubrí el impagable valor de aquellas personas que habían elegido la solidaridad humana ante cualquier otra cómoda perspectiva para un viernes convencional. Ya se lo había oído a un yonqui en un vídeo: “podrían estar en una discoteca, pero están aquí, con nosotros”. En este infierno, añado yo. Estas personas, con Chules y Nacho al frente, deberían remover conciencias y merecen desde luego mi más profunda admiración, que me gustaría fuera la admiración de todos.
Debemos secundarles.
martes, 20 de octubre de 2020
Buenas noticias en el tratamiento de la COVID-19
Hace unos días recibíamos con preocupación los resultados preliminares del ensayo Solidarity, que ha venido a descartar efectos terapéuticos prominentes de los fármacos en estudio frente la COVID-19. Esta misma mañana sin embargo se han comunicado en el Hospital de la Princesa los prometedores resultados previos del estudio APLICOV, un estudio clínico en fase 2 con plitidepsina, realizado íntegramente en hospitales de nuestro país, y del que se había difundido una nota previa hace unos días. En un post anterior ya había comentado que este fármaco de investigación nacional exhibía propiedades interesantes sobre las RNA polimerasas virales in vitro, habiendo demostrado un efecto antiproliferativo preliminar en modelos experimentales de infección por coronavirus. Aunque el mecanismo de acción no está completamente establecido, parece probable que implique la interacción del fármaco con la proteína eEF1A2. Es importante también recordar que ya existe en el mercado un medicamento (Aplidin) para el tratamiento del mieloma múltiple cuyo principio activo es también plitidepsina, lo que permitiría acelerar el desarrollo de una posible aplicación antivírica del producto al existir registro previo de su seguridad en una amplia muestra de pacientes. Pues bien, de acuerdo a los clínicos involucrados en el estudio APLICOV, las dosis ensayadas de plitidepsina parecen suficientemente seguras en humanos (el efecto adverso más frecuente son las náuseas, al parecer bien controlables) y además eficaces a la hora de reducir sustancialmente la replicación del SARS-CoV-2 cuando se prescriben en el estadio inicial de la infección. Esta reducción de la carga viral podría prevenir o limitar la fase inflamatoria subsiguiente y con ello la gravedad de la enfermedad: de hecho, el 80% de los pacientes del estudio fueron dados de alta en menos de 15 días y mostraron una evolución satisfactoria hasta el día 30 desde el inicio de la prescripción. Quiero citar aquí la participación en el estudio del hospital HM Montepríncipe y en concreto del equipo de mi compañero el Dr. José Barberán, quien ha estudiado 8 pacientes cuya evolución ha sido, en sus propias palabras, magnífica. Todos los clínicos implicados señalan la necesidad de impulsar cuanto antes la autorización de la fase 3, que podría solicitarse a las agencias reguladoras en no demasiadas semanas. Vamos a ver qué ocurre, pero desde luego sería una gran alegría que los laboratorios Pharmamar y la investigación clínica nacional aportasen al mundo el primer antivírico realmente efectivo frente a la COVID-19. ¡Suerte!
domingo, 20 de septiembre de 2020
Ino
Cuando hace 25 años desembarqué entre los González-Arranz-Martín-Pinela, perdidamente enamorado de Carmen, no podía imaginarme cuántas cosas buenas más me iban a suceder brujuleando por aquella nueva familia. Sin duda, una de las mejores sería tener la oportunidad y el privilegio de conocer a Ino.
Mucho tiempo después de nuestro primer encuentro en Carbonero, Ino se convertiría para mí en un sinónimo de cercanía, de calidez, de simpatía, de sinceridad, y sobre todo de generosidad. Esta última atribución se la oí repetidamente a varias personas el día de sus bodas de oro con Nestor, otra persona excepcional, lo que añade peso y verosimilitud a mi juicio. Diría también que Ino era un ejemplo de sencillez y austeridad, aunque para cuadrar esto último con exactitud tendría que olvidarme de sus zapatos. Ino era una persona única.
Hablé mucho con Ino, y recuerdo con cariño las veladas en nuestro pueblo alrededor de la mesa camilla o al calor de la chimenea, cuando exhibía su memoria privilegiada para describirnos los más pequeños detalles de los más lejanos acontecimientos transcurridos en Cantimpalos, en Segovia, o en los colegios por los que pasó. Siempre sonriendo, siempre ordenándome devorar todo lo que quedase de comida por los alrededores: cómete esto, cómete aquello, con esa voz tan divertida y amable y esa mirada tan tierna.
Hoy Ino se nos ha ido. Puedo intuir el inmenso dolor de su marido, de sus hijos, de sus nietos. El inmenso dolor de su hermana, de sus sobrinos. Y aunque no sea desde luego comparable, quisiera unir a él la enorme sensación de vacío y tristeza que estoy seguro queda en los corazones de quienes, sin ser de su misma sangre, la conocimos tanto como para haber deseado serlo de alguna manera. Buen viaje tía Ino, ninguno de los que te conocimos te olvidaremos jamás.
El Área de Farmacología de la Universidad San Pablo CEU cumple 25 años: De cómo empezó todo
En la primavera de 1995, discretamente, el Jefe del Departamento de Farmacología del Centro de Investigación Justesa Imagen toma medidas de los muebles de su laboratorio. Pero es sorprendido por una auxiliar que, temiendo quizá algún tipo de reconversión maléfica en la empresa, le interpela con un punto de angustia: ¿Pero qué haces?
Lo que pretendía aquel individuo que ahora suscribe este texto no era transformar el lugar sino diseñar un nuevo laboratorio de Farmacología para la Facultad de Ciencias Experimentales y Técnicas de la Universidad San Pablo CEU, en connivencia con Pepe García de los Ríos, eminente microbiólogo y entrañable amigo que nos ha dejado recientemente. Habíamos recibido ese encargo del Decano de dicha Facultad, Emilio Herrera. En el horizonte cada vez más cercano se contemplaba mi incorporación al CEU con el fin de organizar no sólo la docencia de nuevas asignaturas del Área de Conocimiento de Farmacología en la licenciatura de Farmacia (aún no se hablaba de grados), sino también con la intención de arrancar alguna línea de investigación en este campo. Algunos años antes el Director General de la Fundación Universitaria San Pablo CEU y el Rector de la Universidad, José Luis Pallarés y José Tomás Raga respectivamente, habían encomendado a su vez al profesor Herrera construir una Facultad nueva sobre los cimientos del antiguo Colegio Universitario que coordinaba Emilio Novella en Montepríncipe. La tarea ya emprendida no estaba resultando nada fácil por muchas razones que exceden el propósito de estas líneas. Obviamente la expansión exigía incorporar nuevas personas y entre los criterios selectivos que Herrera venía aplicando se apreciaba un claro sesgo hacia perfiles con más peso en investigación, toda vez que este último pilar era el más débil en el antiguo Colegio.
En septiembre del curso 95/96, hace exactamente 25 años, aterricé finalmente como estaba previsto en una Facultad cuyas instalaciones distaban aún mucho de parecerse a las de un campus de Ciencias de una universidad al uso. Tres pequeños edificios dotados de algunos laboratorios exiguos con vocación natal exclusivamente docente, pocas aulas, despachos de profesores todos juntos y apartados de los laboratorios, como en un instituto de enseñanza media. Infraestructuras comunes casi inexistentes más allá de un embrión de estabulario y una minúscula cafetería. Un pequeño conjunto en suma pegado a un colegio repleto de niños que era mucho más prominente en presencia, ruido y transcendencia. Y casi ningún aroma de actividad investigadora, que había de buscarse con determinación para encontrarse. Poder contribuir de alguna manera a la reconversión de aquello suponía desde luego un gran reto, y eso reconozco que me supuso un aliciente irresistible, dada mi inclinación natural a construir cosas. Afortunadamente concurrían también elementos más que prometedores: los profesores del Colegio tenían por lo general una enorme vocación y una amplia experiencia docente y las clases prácticas que allí se impartían eran inmejorables, por lo que puede afirmarse que el punto de partida en materia de docencia era excelente. Por otra parte, habían sobrevivido por allí algunos meritorios francotiradores capaces de convertir sutilmente los laboratorios docentes en investigadores día tras día y como por arte de magia cuando se dejaban de impartir las prácticas, cultivando proyectos y tesis y formando tras de sí equipos comprometidos. Con los profesores y alumnos convivía un grupo entusiasta de administrativos, bedeles y otro personal de servicio entre los que quiero destacar a otro Pepe, Pepe Gamero, atleta y hostelero, ya que con el tiempo se convertiría en uno de mis mejores amigos.
Emilio Herrera me tenía reservada una doble sorpresa: en vez de incorporarme a tiempo parcial lo haría a tiempo completo, y además habría de encargarme no sólo de la responsabilidad del Área de Farmacología, sino también de la dirección del nuevo Departamento de Bioquímica, Fisiología y Farmacología. Esto último me lo vendió inicialmente Emilio como algo provisional con fecha de caducidad en enero de 1996, aunque cumplido el plazo anunciado no se produjo el relevo y seguiría yo en el cargo; es más, terminaría encadenando la dirección de un departamento tras otro sin solución de continuidad y bajo el mandato de distintos Decanos hasta enero de 2009. Pero dejemos esto último para centrarnos en el Área de Farmacología en sí. Por aquél entonces se impartían en Montepríncipe las prácticas de Farmacología de la licenciatura de Medicina del Colegio Universitario que seguía adscrito a la Universidad Complutense. Nuno Henriques las acogía en su laboratorio de Genética y las organizaba e impartía junto con sus colaboradores siguiendo un guión espléndidamente elaborado por él mismo y por la profesora Coronación Rodríguez Borrajo. Aquello fue primordial para poder ir montando las nuevas prácticas de Farmacia con el apoyo de Nuno y los suyos y con los mismos mimbres, ya que hasta el curso siguiente no tendríamos laboratorio propio al haber quedado encuadrados en la segunda tanda de adjudicaciones de un edificio B aún en proceso de reforma y ampliación. La falta de laboratorio nos obligó por otra parte a implantar la nueva línea de trabajo en dolor y drogodependencias entre el Animalario de la Facultad y los huecos de los laboratorios de Orgánica o de Bioquímica que nos despejaban y cedían nuestros compañeros de esas áreas con la mejor voluntad. A todos ellos quedaremos eternamente agradecidos.
Habrá observado el lector que en un momento determinado he pasado del singular al plural, y es que difícilmente hubiese podido encargarme de todo esto yo solo, máxime si tenía que ejercer al tiempo un esfuerzo adicional de gestión que no estaba previsto. Consciente del panorama, Emilio Herrera obtuvo de la Fundación una plaza adicional de profesor de prácticas para el área, y gracias a la existencia de becas internas de investigación (que en buena parte a él se deben también, como tantas otras cosas buenas), pudimos presentar un candidato a la convocatoria correspondiente y obtener una de ellas. Para la plaza de profesor seleccionamos a Lidia Morales, quien procedía como yo de la industria farmacéutica (lo que aseguraba muchas y muy buenas “manos”), y quien por supuesto tenía la firme intención de hacer una tesis doctoral, condición sine qua non para unirse al proyecto (terminaría obteniendo el Premio Extraordinario de Doctorado). La beca de investigación fue a parar a Carmen Pérez, aterrizada por aquí desde la Universidad Complutense gracias al consejo de la profesora de Farmacología Marisol Fernández Alonso. Al margen de su tesis, Carmen también se implicaría a fondo en la docencia completando así un equipo cohesionado. El trabajo de aquellos meses funcionó convenientemente: al final del curso teníamos ya datos experimentales para enviar a congresos e incluso para publicar in extenso, la asignatura de Farmacología General se había sacado adelante con éxito (aquellos alumnos terminarían eligiéndome padrino de su promoción) y sobre todo se habían sentado las bases sobre las que edificar un futuro sólido en los cursos siguientes. Todo ello contribuyendo además a que los objetivos más globales de la Facultad y de la Universidad se fueran sedimentando: oferta de doctorado, formación continuada, etc. etc.
Acabo así una breve reseña de cómo se sucedieron las cosas en aquellos días. Ya en el curso siguiente la carga docente y la actividad investigadora del área experimentarían un incremento más que significativo, y esa sería la tendencia hasta la actualidad cuando la progresiva ampliación del panel de profesores ha permitido llegar a un escenario en el que se imparten numerosas asignaturas de diversos grados y posgrados, mientras que no sólo una sino varias líneas de investigación están fuertemente implantadas. Al frente tenemos a un joven profesor que ha dejado de ser una apuesta de futuro para convertirse en un magnífico timonel, así que sólo puedo esperar más y más éxitos de este grupo de compañeros y quedar satisfecho y convencido de que la obra iniciada hace 25 años ha merecido la pena.
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